miércoles, 13 de septiembre de 2017

6/33/1989
Fui invitado por unos amigos cubanos que vivían en Oaxaca a pasar el fin de año con ellos pero ciertos detalles hicieron que me percatara de situaciones sentimentales que sin yo propiciar se habían ido dando en torno a mí y decidí despedirme de ellos antes de lastimar la amistad, desechando ofrecimiento de casa y trabajo.
Vuelto a México hablo con mis amigos de Cotica y una mañana después del día de Reyes puse todo en una maleta y vino el mayor de los hermanos a trasladarme a la casa de Iván el poeta, fue triste y desagradable coincidir con mi esposa a la hora de estar yéndome pero solo nos miramos y sin decirnos nada me fui.
Iván nunca cuestionó mi decisión. Y tampoco le comenté. Sin embargo a los pocos días entré en una especie de depresión. Volvían los viejos tiempos en que no podía estar tranquilo en ningún lugar. Salía a trabajar, y regresaba muy noche. Aquellos meses fueron muy pesados y compartía mi tiempo en ver clientes, y dormir en cualquier casa de amigos, pues a veces no tenía ni deseos de ir hasta el Estado de México.
En casa de mi amiga Mari Carmen Pous nos amanecía en descargas y convivencia entre amigos. Llegó un momento que solo sacaba lo necesario para vivir sin importarme más y ni me movía de allí.
Recuerdo que un día, marzo tal vez, esperaba que abrieran la tienda El Palacio de Hierro, para pagar mi tarjeta, llevando conmigo como tres cajas de zapatillas de dama del último lote que tenía comprado a mi amigo Gustavo, con la intención de tener un poco de liquidez.
Sentada en la misma banca había una joven sola. Volteándome hacía ella le pregunté cualquier banalidad para romper el hielo y poder ofrecerle los zapatos, resultó ser empleada de una de las tiendas. En lo que entré a pagar debió haber intentado probarse, sin ningún éxito, los zapatos ofrecidos. Quedé en traer otros números y modelos al siguiente día y así lo hice, al ver que ninguno le venía, propuse dejárselos para que los intentara vender, a cambio de una comisión. A los pocos días regresé y en efecto los había vendido, me dio el dinero convenido y le propuse de manera formal que si deseaba seguir vendiendo podía traer más calzado. Llegamos a un acuerdo y comenzó a vender zapatos en sus horas libres. De aquella primera bonanza con el negocio de los zapatos me quedaba una amiga vendedora, que con esta nueva vendedora me darían un poco de ganancia mientras me ocupaba en ver clientes para mi negocio de equipos de protección y uniformes.
Había transcurrido como medio año cuando un día mire por primera vez a aquella muchachita sonriente y entusiasta, con otros ojos que nada tenían que ver con nuestro excelente negocio en común. Recuerdo que le dije, si podía invitarla a comer ahí mismo en la plaza, aceptó y fuimos a Benedetti, después que lo hice sentí un cierto temor que me llevó a preguntarle casi indiscretamente su edad, ella desconocía mi preocupación, a lo que respondió con un dieciocho que me resultaba aceptable. Cuando realmente le faltaban días para cumplirlos. Yo no estaba para problemas legales al ser acusado de salir con una persona menor de edad. Así salimos varias veces sin que, yo experto en tales lides, me atreviera a decir algo íntimo. Sería la ingenuidad maravillosa de su edad, o el miedo normal de verme rechazado, al cabo yo era un tipo hecho y derecho con la nada insignificante cantidad de quince años más. Sin embargo no me gusta perder el tiempo ni hacerlo perder. Habíamos tomado café en mil lugares de Coyoacán, y comido en otros mil, cuando por primera vez la invité a tomar una copa, ya totalmente cerciorado de su acta de nacimiento.
Y “aprovechando las sombras de la noche” le conté la tragedia de mi vida, con la misma sinceridad que lo hubiera hecho ante la policía. Al mal paso darle prisa, lo menos que podía pasar era que pretextando ir al baño se esfumara para siempre. No fue así, su madurez no la comprendí hasta mucho tiempo después, pero su ecuanimidad sí. Inocencia o lo que sea, escuchó y consintió en comenzar una relación formal.
El que no estuvo tranquilo entonces fui yo. Mucho tiempo estuve inseguro y dudoso de una relación así. Qué pasaría más adelante, cuando el tiempo le diera la oportunidad de conocer jóvenes como ella, que pasaría entonces conmigo y mis sentimientos.
En esos pensamientos me comencé a enredar, incluso sin estar aún enamorado o lo estaba y pobre de mí, ni cuenta me había dado.
Recuerdo que en sus días de descanso nos visitaba en la casa de Iván y sin que ninguno de los dos pudiera impedirlo recogía nuestro reguero, ponía orden y comíamos como Dios manda.
Iván siempre fue sumamente distraído, yo añadiría que peligrosamente. Se iba a la Ibero sin desconectar la plancha, ni apagar luces, mucho menos la cocina eléctrica y lo peor sin cerrar puertas o ventanas. Si no se incendió la casa o nos robaron es porque Dios es grande.
Entre Nancy y yo hicimos un letrero que pusimos a la salida de la cocina pues era nuestra vía de entrada y salida. Aviso: Iván, ¿te vas? por favor apaga la estufa, desconecta la plancha, apaga luces, el tocadiscos, y por favor cierra la puerta. GRACIAS.
Con ese aviso tan visible la seguridad mejoró bastante, aunque a decir verdad nunca fue su prioridad. Mi amigo, al que quiero como a un hermano, del mismo pueblo de mi familia en Cuba, enorme poeta incomprendido y torturado por las dificultades inherentes al desempeño artístico, sabe cuánto le agradecemos el haber compartido aquellos años maravillosos en Jardines de San Mateo.
1989 fue un año que leí mucho en su casa, pues la biblioteca era prodiga en libros, hasta el punto de que en El Parnaso le prohibieron la entrada. Pues teniendo excelentes ingresos actuaba como un adolescente hurtando libros de las estanterías, tomando como lema aquella frase atribuida a Martí, de que robar un libro no es robar.
Nancy acabó prácticamente apadrinándonos.
Unos días antes de noche buena, Nancy me regaló un jeans y una camisa roja a cuadros y me pidió que la estrenara el 25 de diciembre. La noche anterior nos habían invitado mis amigos de Cotica a compartir con ellos la cena tradicional de navidad. Comida cubana cocinada por Doña Serafina, una chulada de Señora, madre de mis amigos. Nos despedimos temprano y al otro día me pidió Nancy que fuera a buscarla con la ropa que me había regalado. La sorpresa fue que ella estaba vestida igual.
Ese día paseamos hasta la hora de comer y llegamos a su casa como a las tres o cuatro, era la primera vez que yo iba a su casa. Sus padres tienen la costumbre de poner mesas afuera y comer a la sombra de los árboles, gusto que comparto con ellos. Desde aquel día nació una relación de afecto y cariño entre ellos y yo que dura hasta hoy, gracias a Dios.
Sin embargo a pesar de estar contento, yo no lograba superar esa sensación de inseguridad por la diferencia de edades.
Pasamos el fin de año en casa de Nancy en una fiesta que comenzó el día 24 y acabó por el 3 de enero.
A mis suegros les tocaba ese año la fiesta de su barrio del Niño Jesús, puerco, bebidas y mariachis incluido. Aquello parecía una manifestación, la casa y la calle se llenaron de vecinos, familias y cuanta persona quiso pasar a comer, pues ese día la comida y bebida era abundante y para todo el que desease entrar.
Pero eso solo era una muestra, días después comenzaría a conocer la verdadera faceta fiestera de la familia de Nancy. 


domingo, 3 de septiembre de 2017

5/33/1988
Mi primera tarjeta de crédito me la otorgó el Banco Internacional. Pronto comencé a tener problemas para los pagos pues sin sueldo fijo, me complicaba entre comprar, vender y tener que esperar demoras para recibir los pagos de compañías con las que hacía negocios y llegó el momento que me boletinaron. Después de unos avisos se presentaron en mi casa dos abogados del banco y se me hizo fácil entregarles el televisor que después del robo, mi mujer había comprado. 
Aquello finiquitaba la deuda, pero acarreó uno de los episodios más desagradables de mi vida. Recuerdo que después de la cena y todos en la casa dormidos nos sentamos en el comedor mi mujer y yo, y poco a poco, como llega una ola incontrolable, me fue diciendo sin usar un solo improperio, las palabras más hirientes que alguien me ha dicho en toda mi vida. Desde, bueno para nada, hasta mantenido. Soporté el largo monólogo sin decir nada. Opté por callar y Dios solo sabe qué me hizo no alegar, si la frustración o la vergüenza.
Al otro día en la tarde le pedí que me acompañara a Suburbia, allí comimos y después con mi tarjeta de la tienda compré otro televisor y un reproductor de vídeo. También uno de aquellos primeros juegos tipo “nintendo” con el que pasamos la tarde jugando mi hija y yo.
Pagar la renta de la casa era mi responsabilidad. Cuando llegó el mes en que se cumplía el año, el propietario nos visitó con la novedad de un 50% de aumento en la mensualidad, al principio traté de negociar con él un precio más razonable, cuando de pronto sale con era su departamento y que podía poner el precio que le conviniera. Entonces le indique lo que decía la ley, tal parecía que le había mentado la madre. Se puso frenético, al punto que me dijo algo así como que no estábamos en Cuba y que nadie se quedaría con su departamento. Error. Le indiqué la puerta de su casa, y le dije, iremos a pleito, cerrando la puerta detrás de él. 
El juzgado determinó que yo tenía razón y se congelo la renta solo con un 15% más de incremento. Y comenzó a correr otro año. Como se depositaría la renta en el juzgado, ya no tendríamos que vernos. Así pasaron como 6 meses hasta que un día al salir del edificio lo encuentro esperándome, después del saludó, amablemente me invita a tomar un café, por ahí cerca para conversar. Ahora el tono era conciliador. Y lo traté en consecuencia, en todo momento le hice saber que nunca pasó por mi mente quedarme con su casa, y que sólo le pedíamos un año más para mudarnos, al cabo faltaban pocos meses, funcionó para ambos y nos despedimos de manera cordial. 
Ese año mi relación matrimonial llegaba al punto más bajo posible. No voy a contar cuestiones personales, ambos tuvimos culpa y no supimos construir una relación duradera. Empezando por las diferencias de cultura y mis grandes y graves inmadureces, la falta de comunicación y otros factores negativos sellaron la ruptura definitiva. Sin embargo esta vez no me corrieron. Nos mudamos a cuartos separados y aún yo abrigaba la esperanza de que pudiera haber una reconciliación. Hablábamos lo imprescindible y punto.
A principios de año un proveedor me cuenta de unos cubanos que tenían un negocio de venta de uniformes en el viaducto Tlalpan, llamado Cotica. Una de las familias de cubanos más trabajadoras que he conocido. Vivían sin presumir la situación económica desahogada que habían logrado gracias a muchos desvelos. Me brindaron su amistad sin recelo, paseamos juntos, cuando la situación se puso más difícil, hasta me dejaron dormir muchas veces en sus casas. 
Por aquellos meses fui a León en busca de un pedido de zapatos blancos para enfermeras que no podía hallar en el DF. Estacioné en una esquina de la zona industrial y toqué la puerta de una nave industrial, mientras me atendía un empleado se fue acercando un señor a la puerta, preguntando que deseaba y cuando me oye hablar dice, de qué parte de Cuba eres, de Marianao… yo soy de Lawton, como si hubiera salido tres días antes. Da unas órdenes al empleado y me pide que lo acompañe, aquí no fabrico zapatos de enfermera pero te voy a llevar a donde hacen todas las suelas, me dejó allí y quedamos en vernos más tarde. Así fue, me dieron tres direcciones, compré los zapatos y pasé a su empresa ha despedirme. Mientras nos tomamos un café me pregunta a qué me dedico y me invita a conocer la fábrica. Tenía una enorme nave llena de cajas de zapatos en el piso, se podía caminar entre ellos. Estos son devoluciones por termino de temporada, tengo un convenio con Palacio de Hierro, Suburbia y Liverpool, lo que no vendan se los recibo. De cualquier manera todo se vende. Te gustaría vender zapatos. Dije que no sin pensarlo mucho y agregó, piénsalo. Nos despedimos y agarré rumbo al DF. 
Le conté a un cubano con el que me reunía mucho por aquellos tiempos. Era una buena idea para ganar un dinero extra. Y aunque él trabajaba de visitador médico, la oportunidad lo entusiasmó. A los pocos días estrenando auto de su nueva compañía salimos mi amigo y yo a León. 
Pasamos todo el día conversando y haciendo planes los tres. Al atardecer Gustavo nos dio, al dedo, un lote de unos treinta pares de zapatos a cada uno, para que probáramos. Mi amigo el doctor, sería Gerente de Ventas si decidía irse a vivir a León y yo, bueno, yo sería vendedor. 
A los quince días yo había vendido todos los zapatos que me dieron y al llamar al futuro Gerente de Ventas, no había vendido ni un par. Acabé pidiéndole sus zapatos y vendiéndolos. Mi amigo el médico resulto ser bueno para venderse pero malo para vender.
El próximo viaje a León para pagar lo hice solo otra vez. Pagué lo pendiente y mientras conversábamos Gustavo y yo, le indica a un empleado de confianza que se acercara. Ángel que coche traes, una Caribe, fulano cuántas cajas le cabrán al carro, abatiendo los asientos de atrás y poniendo algunas cajas delante. Cupieron como 70 cajas bien ordenadas. 
Llévalas Ángel. Pero no tengo para pagarte ahora esa cantidad. Mira si no regresas tú sabrás si pierdes esta oportunidad. Te dejo cada par en 23 pesos y puedes venderlos entre 70 y 90 cada uno. ¿Qué te parece? ¡Adelante! Así nació una amistad que solo separó la muerte de mi amigo. Sin embargo no hicimos mucho tiempo negocios a los pocos meses dejó repentinamente de hacer zapatos de dama para dar un giro hacía zapatos
country que empezaban a estar de moda, luego fue demandado por otra marca famosa y el pleito lo llevó a la ruina. Murió sin fábrica alguna. 
Los zapatos de mujer me permitieron cierto respiro económico pues tenía dos amigas vendedoras que movían una buena cantidad de pares por una comisión. 
Nunca he sido una persona de meditar mucho las cosas, más bien actúo como resorte que salta disparado. Esa noche no había nadie en casa y tomaba un café pensando en el futuro. Qué ejemplo le estaba dando a mi hija. Cada padre durmiendo en una habitación, enojados casi todo el tiempo, ya ni soñar en pasear juntos. 
En Casa Cuba, conozco a un cubano que me presenta a una amiga suya, un domingo salimos del dominó y la música cubana y llegamos a una privada de lujo y a un ambiente agradable y amistoso. En esa casa parecía que siempre había fiesta. Allí era punto de confluencia de cubanos y mexicanos. A punto de fin de año yo había tomado la decisión de irme de casa. Fui invitado por unos amigos cubanos a pasar el fin de año en Oaxaca. Su padre era de allí y su madre cubana. Nos conocíamos desde adolescentes y yo había sido maestro de su hermana cuando todos vivíamos en la Habana y México era algo impensado. Eso me permitiría repensar bien las cosas. Y me hasta allá fui a parar.
En una comida en casa de mi amiga y jefa de Britannica en el 85 había conocido al poeta cubano exiliado en México, Iván Alejandro Pórtela, de vez en cuando nos veíamos y aunque me había ofrecido su casa si alguna vez la necesitaba, jamás lo había molestado. 
Fue en uno de esos encuentros casuales con Víctor, hijo de Mary Lola, que viene acompañado de Iván donde le pregunto por primera vez si era posible mudarme a su casa. Mitad de gastos y no hay problemas, no te asustes tengo renta congelada. 
Esa conversación selló mi decisión de salir de casa. Dejando atrás a mí querida Abril.

4/33/1987
A mitad de agosto volé de Las Vegas al Paso, tomé un taxi y le pedí que me dejara en el aeropuerto de Juárez. Otra vez de vuelta en la Ciudad de México, con la intensión de rehacer el rumbo y tener una familia.
Dos veces perdimos la oportunidad de comprar departamento, optamos por rentar. Encontramos uno bonito en un conjunto de dos Edificios en la calle 11 de abril y Revolución. Con dinero suficiente lo habilitamos de lo necesario, mientras vendía a desgano algunas colecciones de libros. Una compañera me presentó a un pariente que distribuía cintas adhesivas y me incorporé de inmediato a su equipo.
Al mes de vivir en esa dirección llegué un medio día y encontré la puerta abierta y la desagradable sorpresa que habían robado en mi casa.
Casi todo lo que habíamos traído de Las Vegas, cámaras fotográficas, estéreo, televisión, casetera, relojes, y seis mil dólares en efectivo que me había dado un amigo para un trámite de su familia. Todo revolcado y nadie había oído o visto nada sospechoso. Cómo podía ser que bajaran lo robado por la escalera desde un primer piso, atravesaran otro bloque de edificios y pasando por delante de la casa del administrador, nadie se percatará. Con el tiempo sostengo la teoría que el ladrón tuvo que ser algún vecino coludido con el propio encargado.
Ese robo trajo dos rupturas, la primera con mi amigo de la infancia que conociéndonos desde niños creyó que había sido un auto robo. Y nunca más aceptó hablar conmigo. La otra la salida a los pocos días de mi esposa que llevándose a mi hija se mudó para casa de una hermana.
Otra vez volvía a quedarme solo y deprimido por todo lo pasado. Menos de quince días después amaneciendo, recibo una llamada de una cuñada, estaba esperándome en la puerta del edificio para decirme que mi mujer había perdido la criatura y venía a buscarme para ir al hospital.
Yo no estaba informado de embarazo alguno, por lo que la noticia aumentó mi depresión. Aún cierro los ojos y la veo sentada en una camilla de una habitación en penumbras con una bata medio sujeta con una cinta verde. Nos abrazamos llorando sin mencionar palabra. La dejé un momento con mi cuñada y fui a conversar con el médico. Su útero no retiene criatura, en cuanto toman algo de peso se desprenden inmediatamente. Recordó el embarazo anterior y me explico que cualquier otro embarazo sería de alto riesgo. No hice pregunta alguna. Le estreché la mano y volví a la habitación. Ya dada de alta, decidimos buscar una casa en renta donde ella deseara. Casi de inmediato aparecía un bonito departamento en las Torres de Mixcoac.
A la venta de las cintas añadí equipos de protección. Y fui requerido por uno de mis proveedores para ofrecerme el puesto de Gerente de Ventas. Era un negocio familiar pequeño, que funcionaba bajo la dirección del dueño costarricense. Noté con los días que él deseaba ir dejando el negocio en manos de su hijo, y también me percaté que este último desconocía los entre telones del mundo de las ventas, por lo que un día, cansado de lidiar con él, renuncié, dije adiós y como dice la canción, me fui para no volver.
No he sido un gran vendedor, pero doy resultados, aprovecho la empatía que despierto en las gentes, cosa que es sumamente importante en este mundo de las ventas. Fue en esos instantes que decidí comenzar a trabajar por mi cuenta. Compro y vendo cintas adhesivas, zapatos de protección, mascarillas, petos, y guantes y además material metálico para almacenaje.
Mi relación familiar sigue deteriorándose y todo el tiempo juntos es la comunión de los fantasmas, son más los días malos que los aceptables.
Por supuesto toda la bonanza que nos trajo el dinero ganado en USA, ya era historia para esos momentos y vivíamos al día con los ingresos de nuestras actividades.
Mi única distracción era esperar el domingo para ir a la Casa Cuba de Félix Cuevas, donde nos reuníamos cubanos y mexicanos, se bebía, comía, y jugaba dominó y el día pasaba agradable, hasta las 9 de la noche.
En dos meses he recorrido toda la zona industrial de Iztapalapa, van saliendo algunos pedidos y sigo dejando tarjetas. De pronto cae la perla de la corona. La jefa de compras de Mattel después de unas cuantas visitas, me llama al bíper para hacerme un pedido.
Y así empieza una relación laboral que da cierta estabilidad a mi vida personal. La fábrica de juguetes utiliza diversos tipos de cintas, pero la más importante es la que sella las cajas para su almacenamiento. Mil pies por dos pulgadas. El proveedor de esa cinta en la ciudad de México, era el familiar de mi compañera de Britannica, ya no trabajabamos juntos y de cierta forma yo era su competencia, pues él y su cuñado visitaban Mattel también, sin embargo por esas cosas de la vida, la jefa de compras prefería hacerme el pedido a mi, por lo que enojó a mis antiguos jefes y me negaron su venta. Eso me llevó a la frontera para negociar con un proveedor mexicoamericano.
Un día de agosto desciendo del autobús que me lleva a la frontera, en busca de 40 rollos de cintas jumbos para Mattel.
A este proveedor lo había conocido en una exposición en el Hotel de México, cuando aquello era un proyecto indefinido de hotel. Me regaló una tarjeta de presentación y resultó ser un tipo muy amable y profesional.
Solo Dios sabe que pasaba por mi mente, irme a la frontera en agosto con traje y corbata. Me detuve en un bar, cosa que nunca hago, para preguntar por un hotel y el encargado demostró la clase de gente que son los norteños, conversamos me invitó una cerveza, pero no me gusta negociar con olor a alcohol, por lo que me dio un refresco. Y me dijo, no te preocupes cubano, deja tus cosas aquí y a dos calles encontrarás una tienda que vende ropa casual. Aquí te espero y me dio una tarjeta de presentación.
Compré jeans, camisa y unas botas vaqueras. Cuando regresé se río y me dijo, ahora si estás en ambiente. Me indico el rumbo de un hotel llamado del Río, le agradecí su amabilidad y prometí volver.
A estas alturas era medio día y tenía hambre. Salí del hotel y caminé por unos portales, me llamó la atención la cantidad exagerada de zapaterías Tres Hermanos. Al llegar a una esquina vi por primera vez cabrito asado a los hierros que forman una cruz y me puse a mirar el asador de tal forma curioso que el cocinero saludándome me preguntó si iba a pasar, le pregunté qué era aquel animal, debí verme muy ignorante pero otra vez el acento me sacó de apuros, eres cubano, verdad, es cabrito y con la misma cortó un pedazo y me lo dio.
Comí parado casi en la barra junto al cocinero que estaba muy interesado en ir a Cuba. Siempre agradable y sonriente, no quiso cobrarme, pero me tuvo de cliente cautivo para los próximos días que tuve que permanecer en la ciudad.
En la tarde se apareció el proveedor de las cintas adhesivas y después de negociado el precio, por cierto muy aceptable, cometo el error de pagarle todo y promete la entrega al otro día en la mañana, saco mis cálculos y dispongo regresar en la tarde.
Pasa la mañana y lo llamo, me responde una secretaria diciendo que el Sr. no está, hago otras llamadas en el transcurso del día sin éxito. Aquello empieza a disgustarme. Rento una noche más en el hotel y decido esperar al otro día. En la noche quise salir a caminar y el encargado del hotel me comentó que la ciudad no era segura en las noches por lo que me sugería que viera televisión. Efectivamente en la madrugada se oyeron disparos por diferentes rumbos y sirenas de carros de policía pasando a gran velocidad.
Al otro día reanudé mis llamadas y para ese entonces la señorita que me atendía tuvo la amabilidad de decirme que su patrón había tenido que salir de urgencia de la ciudad.
Como aquello ya empezaba a preocuparme comencé a pensar de qué manera recuperar mi dinero o las cintas. Recordé entonces que mi amigo el Ing. Ezpeleta en varias ocasiones había mencionado tener un amigo comandante de aduanas en esa frontera. Llamé a mi amigo a su casa y le conté lo que me estaba pasando. Me pidió los datos de mi hotel y prometió llamar más tarde. Serían las nueve de la noche del viernes cuando me llamaron a la habitación para decirme que el comandante Cienfuegos me esperaba en el lobby. Mientras nos tomábamos un café le di la tarjeta del proveedor y quedó en ayudarme.
En la mañana temprano recibí una llamada para que fuera a la recepción. Allí estaba esperando el comandante con una enorme sonrisa, me dijo ven a ver. En la parte trasera de su camioneta de aduanas venían bien ordenadas unas cajas que yo supuse eran mis cintas, cosa que me devolvió el alma al cuerpo.
Me hizo el favor de llevarme hasta la paquetería y enviamos las nueve cajas rumbo a México. Nunca aceptó nada de mí. Me pidió que cualquier otro negocio así, se lo hiciera saber y con un fuerte estrechón de manos nos despedimos. La aventura de las cintas adhesivas me tuvo una semana completa en Nuevo Laredo.
3/33/1986

“El corazón tiene razones que la razón no entiende”, eso me dijo un psicólogo cuando siendo muy joven fui a su consulta haciéndole creer que tenía problemas mentales, para evadir el Servicio Militar Obligatorio. Después de escucharme por un buen rato, y oyendo que el único asunto mental que yo traía, era una profunda descompensación emocional por una crianza complicada, algo difícil de explicar ahora.
Empiezo el año especializándome en hacer citas por teléfono, sin decir jamás que era para vender libros y menos en ingles. Para el 28 de enero me encuentro viendo el noticiero de la mañana en el Hotel Mi Ranchito en un lugar llamado Jilotepec de Puebla. A donde habíamos ido un grupo de compañeros a vender libros por una semana. Cuando de pronto veo que el trasbordador que despega de Florida explota en el aire dejando un rastro de humo y lágrimas.
No muy lejos de explotar está también mi relación familiar. Más de las veces en severa crisis, que en tranquilidad.
Unos amigos de la infancia que salieron de Cuba cuando el éxodo de Mariel, se habían asentado en Las Vegas y preguntando a mi madre en Cuba comenzaron a llamarme casi a diario, cuestionando el por qué estaba viviendo en México con lo difícil de la situación económica.
Lo que empezó por unas pocas llamadas el primer mes al segundo se convirtió en llamadas diarias, después en largas conversaciones. Más de una vez rechacé el ofrecimiento de ayuda monetaria y de ahí la ofensiva se afianzo en ayudarme a cruzar la frontera.
La venta de libros me permite aún darnos ciertos lujos y paseos familiares. Sin embargo todo se deteriora aceleradamente, al punto que para julio me corren de la casa.
Llamo a mis amigos y me dicen que vaya a Tijuana. Antes tomo una muda y una bolsa de la casa y digo que iba para el “otro lado”. En tono de burla me dicen que nunca llegaré.
El autobús sale por la tarde de la Central del Norte, rumbo a Tijuana. Mi amigo Víctor Antonio el hijo de Mari Loly me acompaña a la Central.
No recuerdo en qué momento el compañero de asiento me pregunta a dónde iba, y al escucharme decir mi destino y adivinar mi nacionalidad me dice si se la cantidad de horas de viaje. Nunca me preocupé de preguntar ese dato. Son 48 horas de viaje.
La mayoría del viaje transcurre sin inconvenientes, siendo de madrugada cuando llegamos a un punto de control de inmigración y suben dos oficiales al autobús pidiendo documentos y al mostrar mi pasaporte, me bajan y me meten a la cárcel de un lugar llamado Sonoita.
En la celda están sentados en el piso tres personas que me miran callados mientras yo gritando y gesticulando le digo a los guardias que no he cometido ningún delito y que violan leyes deteniéndome pues yo puedo moverme donde me da la gana en México.
Mis compañeros de infortunio tal vez aceptaban su estatus de detenidos, pero yo era un ciclón desatado, nada me hacía callar y sin decir un improperio alegaba sin parar.
No había estado más de media hora así, cuando se acercó un hombre mayor que tenía el porte de ser jefe, me abrió la puerta de hierro y me señaló que lo acompañara a una oficina. Nunca perdió la serenidad demostrando su larga experiencia en el lugar.
Como vi que ya no era necesario gritar, y que sería escuchado opté por una estrategia que jamás falla, la sinceridad.
La dije que iba desde el DF hasta Tijuana para pasar a USA, donde vivía mi familia. Quiso corroborar si era verdad y me hizo algunas preguntas sobre la capital, estaciones de metro ciertos sitios que por fortuna conocía. Y de pronto le pregunto si él conocía tal o más cual lugar, Tepito, Coyoacán, Mixcoac y si sabía para qué lado se desplomó el Multifamiliar Juárez cuando el temblor, hablamos de historia y lugares, y de pronto relajados completamente me dice, te voy a dejar seguir el viaje pero te advierto que más adelante hay otros retenes. Le agradecí dándole un apretón de manos y le dije, pero tengo un serio problema, no puedo pagar otro boleto. No hace falta, te irás en el próximo camión que pase, la gente del norte tiene la característica de ser derecha. No se habló más del punto, llegó otro autobús y me encargó con el chofer.
Salíamos apenas de aquel pueblito que competía con los de las viejas películas del oeste cuando le solté el rollo de mi vida al chofer y le pedí de favor que me avisara de los retenes con tiempo.
En eso quedamos y aún era de madrugada por lo que busqué un asiento y me dormí.
Serían las cinco y media o las seis cuando me despertó el enorme esfuerzo que aquel cansado camión hacía subiendo la carretera y a lo lejos la luz del sol se dejaba ver, pero cuando miré para abajo me llevé la mayor sorpresa del viaje, un barranco muy profundo y vertical se descubría, al fondo los autos y camiones que tuvieron el infortunio de caer se veían como de juguete, algunos carbonizados. Era la Rumorosa.
Así llegamos a Mexicali donde el chofer me indico que me encerrara en el baño, la migra subió miro y volvió a bajar y en diez minutos retomamos el camino, el otro retén sería en Tijuana, tres calles antes de llegar a la Terminal paró en un cruce de calles, le di las gracias y salté del camión feliz de haber llegado con bien.
A la tarde siguiente pasé a San Isidro guiado por un chamaco de unos 15 años.
Esa noche dormí en territorio gringo en casa de unos mexicanos y al mediodía siguiente un nicaragüense llegó con toda su familia en un viejo Ford para llevarme hasta los Ángeles. Hablamos poco, tal vez todos estábamos nerviosos. Solo recuerdo que me dijo, si la policía nos detiene, tú nos pediste aventón en la carretera.
En unas dos horas llegamos a mi destino vi a mis amigos y se pagó por mi pasada.
Esa noche dormimos en un hotel de Disney y al otro día llegamos a Las Vegas.
Desde ahí llamé a México. Todos estaban preocupados por mí. Hacía cuatro días que me había lanzado a la aventura “americana”. Eran los primeros días de agosto.
A principios de octubre viaje a Miami y tuve la gran dicha de ver a mis dos tíos aún con vida. Menos de un año después murieron.
No veía a muchos de mis familiares desde 1970. Así que fue una semana inolvidable y llena de gran emotividad.
De regreso a Las Vegas volví a México por mi esposa y mi hija de 3 años, porque las extrañaba mucho.
Cuando toqué la puerta del departamento de Mixcoac a las doce de la noche, sin que nadie me estuviera esperando, y lo más probable, pensando que nunca más volverían a verme, una voz nerviosa preguntó desde dentro quién era a esa hora y dije: yo, parecía como si hubiera dicho: ábrete Sésamo.
Estuve 30 días en el DF y volvimos a Tijuana los tres en avión, la migra de la frontera ni nos miró. Llamé al joven coyote y negocié con él nuestro paso, la niña pasó en el auto de mis hospedadores y nosotros tardamos unas 14 horas en pasar. Ya para las seis de la mañana me senté un segundo en el contén de una calle de San Isidro a respirar.
Ahora empezaba de verdad mi aventura americana de Las Vegas.